Volvías,
y te ibas,
volvías,
y te ibas.
Debí haberte cerrado la puerta en la cara,
para ver si así,
sentías un poco del dolor
que a mí me ahogaba en ese momento.
Volvías,
con la misma sonrisa,
con las mismas manías,
con la misma forma de hacerme tan feliz,
y te ibas,
te aterraba la idea de quedarte;
decías que no lograbas olvidarla.
Y así,
el reloj corría,
las hojas cambiaban de color,
y yo había encontrado otro amor.
No iba a esperarte toda la vida tampoco.
Tú,
saltabas de boca en boca,
cambiaste el ron por el whisky,
dejaste de fumar,
y creo que te graduaste,
aún así,
no la dejabas ir.
Yo,
me había enamorado,
me pinté el cabello,
conseguí trabajo,
y había dejado de escribir.
Tú,
con su recuerdo a cuestas,
yo,
pensando que quería a alguien más.
Qué ingenuos.
Qué tercos.
Así,
un día cualquiera,
como si el tiempo no pasara en vano,
reconociste mi risa,
y te decidiste entrar a aquel museo;
te habías dejado la barba,
y llevabas aquella camisa azul que te regalé alguna vez,
olías a vida,
a tanta vida.
Me invitaste a un café,
y se te notaba nervioso,
toda la tarde hablando de trivialidades,
como si fuéramos un par de amigos,
que habían dejado de contactarse,
extraño,
muy extraño;
después de todo lo que vivimos.
Al dejarme en casa,
susurraste que teníamos algo pendiente.
Y así era.
Quién diría que estaría escribiendo esto,
mientras te veo cocinar,
escuchando rock en español,
tomando cerveza un domingo.
Qué ironía pensar en todo lo que tuvimos que pasar,
hasta llegar aquí,
gracias al cielo que pasó,
que nos costó,
ahora no te suelto,
así que te aguantas,
y me aguantas.
Por cierto,
te quiero.
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