Regresé de un concierto,
un tanto anonadada
porque hace tiempo que no asistía a uno.
Me quedé sin voz de tanto gritar,
se me erizó la piel
cuando escuche cómo otros
coreaban mi canción favorita.
Me sentí feliz,
hace tanto que no ocurría.
Entre tanta rutina,
horarios,
alarmas,
deberes,
me he olvidado de lo que me hace feliz.
He priorizado tantas cosas
sin importancia,
que no me había dado cuenta
que yo ya no sonreía.
Desde hace tanto tiempo
he venido pregonando lo hermosa que es la vida,
mientras me venía ahogando en cosas tan sencillas.
Llegaba a casa,
y me quejaba de toda la tarea que tenía pendiente,
que no dormía bien,
que hacía frío,
o porque el chico que me interesaba no me ha regresado a mirar.
Detestaba verme al espejo
y ver unas libras de más,
o que mi cabello nunca estaba arreglado,
y que ya no me sentía cómoda con mi ropa.
Seguía gastando en libros,
mientras tenía varios en la cómoda
esperando a ser leídos,
y luego me preocupaba
por no tener dinero.
Pasaba días extrañando mi casa,
soñaba con poder volver;
cuando llegaba,
me quejaba del aburrimiento.
No sé cómo,
ni por qué,
ni por quién,
empecé a sonreír un poco más;
y a quejarme mucho menos.
No es que todo esté marchando a la perfección,
pero es que ya he dejado de cruzar los brazos,
de hacerme la víctima,
de pensar que la vida estaba en mi contra,
y he empezado a hacer algo al respecto.
Están las personas que deben estar,
corrección;
las que quieren estar,
y nunca nada se sintió tan bien.
Más que felicidad,
siento paz,
tranquilidad,
seguridad.
Tal vez no esté más bonita,
pero últimamente yo me veo así,
bella,
y eso es lo que realmente importa.
¡Qué miedo!
Todo parece encajar,
no importa,
le voy a sacar provecho mientras dure.
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