lunes, 5 de junio de 2017

Arte.


Mis piezas de arte favorita
nunca suelen ser famosas,
o algo muy elaborado,
o de esas que encuentras en museos,
y valen ni se cuántos millones de dólares.

Mi arte favorito
siempre suele ser
aquel que nace de la nada.

Esa canción de cuna que mamá tarareaba
para que pudiera dormir,
ese mensaje a las tres de la mañana
de alguien ebrio 
que suena al poema más sincero
escrito en la faz de la tierra,
ese dibujo pintado por un niño de tres años
que a duras penas sabe lo que el amor significa,
pero te lo ofrece con una sonrisa y un:
"mi maestra me pidió que dibujara algo que me guste,
y pensé en ti."

Para mí,
el arte se puede resumir a una cosa:
a su sonrisa.

A sus ojos brillando cuando pronuncia
un "te quiero",
a sus pies danzando alguna pieza de baile
que hasta la vez,
he logrado entender.

Y convertiría a su espalda en el lienzo más grande del mundo,
uniría sus lunares para ver como forman
la constelación más hermosa que nadie haya visto jamás.

Y le sacaría un millón de fotografías,
sin necesidad de tener una cámara cerca,
porque hay recuerdos que se guardan en el álbum más seguro de la vida,
en el corazón,
y yo a él le tengo un cuarto entero 
lleno de fotos
haciendo cualquier cosa.

Porque créanme que es muy cierto
cuando le digo 
que hasta verlo despertar a lado mío
es una puta pieza de arte.

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